viernes, 24 de agosto de 2018

El cuarto de la colada






Quedaba una silla vacía, lo cierto era que pocas veces había estado ocupada. Henry no pasó en su casa ni una décima parte del tiempo que duró su matrimonio con Mery Elisabeth.

Ella supo que iba a ser así desde el momento que Henry le dijo que se sentía obligado a servir a  su país y que se había alistado sin consultárselo, ni pedirle opinión alguna. Aunque eso ya daba igual. Para ella la paz solo llegaba cuando él salía a combatir a algún lejano país o colaboraba con el FBI, la DEA u otra agencia de seguridad nacional. Cuando volvía tras meses sin tener ninguna noticia suya la paz familiar duraba pocos días. Para nuestros hijos era un extraño y él no lo aceptaba.

Tanta guerra y violencia lo habían transformado no quedaba nada de aquel joven que ella conoció. Se había convertido en el mismo tirano que los que él iba a combatir.

Ella siempre estaba sola, hubo un tiempo que pensaba que llegaría el momento que lo pasarían a la reserva o que se cansaría de deambular por todo el mundo y lo dejaría.

Mery, para justificarse a sí misma sus infidelidades, se decía que ella necesitaba un hombre a su lado que la acariciase, la amase, que compartiera con ella su vida y al mismo tiempo sus hijos necesitaban un padre. En los dos últimos permisos Henry se había comportado más irascible que en otras ocasiones, incluso más violento, llevado por los celos pagaba sus enfados  con los niños. Mery no estaba dispuesta  a que aquel energúmeno tocara ni un solo pelo a sus  hijos.

El ejército se lo había arrebatado después de tantas ausencias, ahora que cargase el tío Sam con el monstruo que había creado. Mery estaba dispuesta a pedirle el divorcio y la custodia de los hijos. Ella seguiría sola con sus hijos, como siempre y él podría ir a jugar a la guerra cuanto quisiera. Además  Mery contaba con el apoyo de su familia que en más de una ocasión le aconsejaron que diera ese paso con determinación. En diversas ocasiones  su hermano le había ofrecido un puesto de pasante  en su bufete de abogados, en poco tiempo tendría la vida resuelta, ella y sus hijos.

Aquella tarde Mery estaba en el sótano, metida en el cuarto de la colada entre las dos máquinas, el agua se había salido y ella la estaba recogiendo, él bajó descalzo por la estrecha escalera de madera y se acercó por la espalda a donde ella se encontraba. Comenzó a acariciar su hombro con toscos movimientos. Intentó besar su cuello, pero ella lo rechazó en varias ocasiones. Él cada instante que pasaba se ponía mas violento, ella intentando huir de aquellos brazos, se agarró a un cable de luz tirando de él, este dejó al aire en una de sus puntas los hilos de cobre. Al mismo tiempo que Henry la levantaba en volandas para sentarla sobre la encimera de planchar, en ese mismo instante ella soltó el cable, este cayó en el pequeño charco que se había formado en el suelo, de inmediato el hombre comenzó a convulsionarse e intentó alargar los brazos para tocar a Mery. Sus ojos imploraban clemencia, la mujer se metió en el rincón de la encimera arropada por dos paredes viendo como el cuerpo de su marido se calcinaba, no podía pronuncia ni una sola palabra, parecía como si de repente se hubiera quedado muda, encogida sujetándose las piernas pegadas a su pecho por los brazos, esperó que los diferenciales de la luz se hubieran desconectado.

Cuando se bajó de la tabla de madera estaba desconcertada, asustada viendo el cuerpo de su marido inerte en el suelo, subió por la escalera hasta la cocina, al mismo tiempo que se iba tranquilizando, después de activar los limitadores de la luz llamó a la policía mientras se tomaba un té. Cuando los agentes le tomaron declaración dijo que ella estaba en el dormitorio dormida tenía un fuerte dolor de cabeza y al despertar comenzó a llamar a s u esposo sin obtener respuesta. Después de buscar por toda la casa lo encontró en el cuarto de la colada quemado como un tizón. La declaración estuvo llena de sollozos y pesares, aunque en el fondo de su ser Mery sabia que ahora le tocaba descansar.

Meses después disfrutaba con sus hijos en un parque natural del dinero del seguro de vida de Henry.

domingo, 29 de enero de 2017

El beso de Judas


Aquella noche, como otras muchas noches, él volvió ebrio a casa y la pegó, la insulto arrastrando por los suelos su cuerpo y su dignidad. A la mañana siguiente, mientras ella se hacía la dormida en la cama, él la beso y le pidió perdón, aunque sabía que horas después volvería a maltratarla.

               Erik Mole

sábado, 21 de enero de 2017

Pasión mortal


Ya he perdido la cuenta de cuándo fue la primera vez que estuvimos juntos. Tampoco recuerdo él porqué, tal vez rebeldía o curiosidad. El caso es que llevamos toda una vida juntos. Me gustó tu aroma entre mis labios, tenía una calidez que me hacía sentir hombre. Aunque hemos pasado buenos y malos momentos juntos, sé que mi pasión por ti me llevara a la tumba. Me prometí a mi mismo una y mil veces que ya no habría nada más entre nosotros. Con toda la rabia que hay en mi ser, en el cenicero te apago, para minutos después, volverte a encender.

                              Erik Mole

Invisible


Metió la llave en la cerradura, después de varios intentos el cerrojo cedió. Debería haberlo engrasado, pero nunca tenía tiempo. Entró al recibidor, descubrió que la luz de la sala de estar estaba encendida. En un acto reflejo su mano se fue directa la espalda para empuñar la 38 que llevaba siempre encima, sin ella se sentía desnudo. Tras dar varios pasos con sigilo pudo comprobar que no había nadie en el apartamento; pero intuía que alguien había estado husmeando. Los libros esparcidos por toda la estancia, algunos cajones tirados en el suelo, además de haber cosido a navajazos su cómoda cheslón, era la mejor evidencia. Pero aquello que más le irritó fue descubrir dos vasos y una botella de bourbon vacía. — ¡Malditos hijos de puta, se han bebido mi mejor licor! —Exclamó a voz en grito, al mismo tiempo que le propinaba una patada a la única silla que había quedado en pie. Se sentó en el alfeizar de una de las ventanas, encendió un pitillo mientras contemplaba la dantesca escena Tras él, a lo lejos, se podía vislumbrar la figura espigada de la torre Eiffel. —Cerdos burócratas, alguno de ellos se había ido de la lengua. —Pensó. 
 Aquella misión en teoría no existía, ni él tampoco. Fue directamente a la cocina abrió el congelador. Allí se encontraba la caja térmica con todos los documentos de las operaciones realizadas, él sonrió. Cerró puertas y ventanas a cal y canto, ya desde su coche accionó un pequeño mando a distancia y tras un aparatoso estruendo, la casa de dos plantas se fundió entre las llamas como si fuera papel de fumar. Dos meses después, se encontraba disfrutando del sol canario, con un vaso de piña colada entre las manos.

                   Erik Mole

Microrelato


— ¡Será posible! Esta tía tiene la sensualidad en el culo, en vez de acariciarme con las manos, lo hace con un serrucho. ¿Se habrá pensado que soy un pedazo de madera carcomida?— Pensaba un violín cuando terminó el concierto.

El viejo del paraguas


Desde hace veinticinco años, todos los días que el hombre del tiempo vaticina lluvias, Manuel se da un paseo hasta la Plaza de los Sitios, se sienta en un banco, con mucha parsimonia, abre una vieja bolsa de plástico y saca un pequeño paraguas para dejarlo a su lado como si de un fiel amigo se tratase. Su mirada se pierde en la fachada del colegio que hay frente a él, es una mirada cansada de esperar. Saca su pipa del bolsillo de ese abrigo que como él ya tiene demasiados inviernos. Después de darle dos o tres caladas, una triste sonrisa dibuja sus labios. Coge el paraguas con su temblorosa mano. Lo mira. — ¿Recuerdas amigo? Esa tarde llovía, ella salió de aquel porche envuelta en su abrigo. Tú y yo nos acercamos, y como dos caballeros le ofrecimos cobijo para que no se mojara. Ella con sonrisa ruborizada, aceptó. Llovía, si, pero en mi corazón salió el sol. Desde ese momento los tres compartimos tardes lluviosas llenas de alegrías, penas, besos y abrazos. Después de cuarenta años ella se fue para siempre, tal y como vino, en una tarde de lluvia acompañada por sus dos caballeros.

                 Erik Mole

viernes, 20 de enero de 2017

La Maleta


Cuando abrió la maleta que estaba encima de la cama sonó, el teléfono, Rosario salió del cuarto de Vicente. En el pasillo estaba colgado de la pared un viejo terminal modelo DOMO. Ella no era partidaria de los teléfonos móviles, siempre había pensado que esos cacharros solo servían para estar más controlados. Apoyada en el tabique de enfrente descolgó el auricular, una voz aparentemente joven comenzó a hablar. —Mama, no deshagas la maleta por favor. Cuando llegue a casa lo hare yo. Desde que a Nacho se lo llevo el cáncer y con la profesión de su hijo, que en realidad Rosario no sabía a qué se dedicaba, la casa estaba vacía y su vida también. Había probado todo tipo de actividades, incluso tuvo dos amantes esperando que fueran el amor de su vida, a lo único que le condujeron esas relaciones fue a algunas noches de sexo e insatisfacción. A sus cincuenta y dos años se sentía vieja, la soledad estaba carcomiéndola Por ese motivo, cuando Vicente volvía a casa, aunque solo fuera por unos pocos días, era feliz. Entró en el cuarto de estar, encendió el televisor, mientras veía algún concurso antes de las noticias, llegaría la hora de cenar y con ella, su hijo. Se quedó traspuesta en el sillón hasta que la sintonía del telediario la despertó. En titulares relataban el asalto a un banco en Barcelona esa misma mañana. Un guarda jurado y una mujer embarazada habían sido asesinados a sangre fría por uno de los atracadores, las cámaras de seguridad habían captado todo lo acontecido, reproduciéndolo en la televisión en la posterior persecución un policía había resultado herido de gravedad. Todas las cadenas televisivas difundían la foto de uno de los atracadores. Rosario ante tanta violencia apago el aparato, después se fue a la cocina. Al pasar por la habitación de su hijo volvió a ver la maleta, decidió desobedecerlo, sacó la ropa sucia para lavarla, en el fondo del la maleta encontró una pistola y varios pasaportes con diferentes identidades. Las fotografías eran de todas de Vicente, disfrazado con distintos peinados y color de pelo, en una de ella también llevaba barba, al verla palideció. Era la misma persona que acababa de ver en el telediario los mismos nervios casi la hicieron vomitar, se sentó en la cama, debía pensar. Después de unos minutos, algo más serena, volvió al pasillo, descolgó el teléfono y llamo a la policía sintiendo como el corazón se le desgarraba. A las tres de la mañana sonó el timbre, la mujer recorrió el largo pasillo, no encendió ni una sola lámpara, sabia a donde iba, por el interfono descolgado podía oír algunos gritos y varios disparos. Habiendo reflexionado sobre lo visto esa tarde en aquella maleta, ni se inmuto, mientras tanto, oía como Vicente era detenido por varios agentes. Rosario jamás volvió a verlo. 

                                Erik Mole