Fincher cerró la puertecita de la imponente casa de estilo victoriano, en la que llevaba una vida de estudio, retiro y cierto aburrimiento. Pero esta vez, la aventura saldría a su encuentro en la localidad de Gloucester (Inglaterra) donde él vivía. Dando un breve paseo, se acercó a un lugar ya conocido desde que se instaló allí. No hace mucho tiempo, se percató que habían crecido unos jóvenes y robustos abetos. Le pareció que habían tomado una extraña configuración. Cogió su brújula y como sospechaba, todos ellos estaban orientados al Norte. Median aproximadamente ocho o nueve metros de altura y entre todos formaban un pentágono perfecto. Fincher se adentró en ese pequeño cubículo casi sagrado, al instante se sintió protegido. Pisó una placa pentagonal de metal, cada vértice señalaba a uno de los abetos y hacia que su brújula enloqueciera en todas direcciones. La guardo en el bolsillo, sacó un reloj y la gruesa cadena que lo sostenía. Verificando, la hora, se dio cuenta que aquella maquinaria de auténtica precisión, se había parado alrededor de las seis y media de la tarde. Aquella brújula espacio-temporal le inducia a indagar más, sorprendido, se arrodilló en el lugar donde estaba aquella placa, apartó las hojas y yerbajos que la cubrían y leyó la siguiente inscripción en latín ¨ Quod est superius est sicut quod est inferius ¨Aquello que está arriba es como aquello que está abajo¨. Pronunció aquellas palabras al mismo tiempo que tocaba la lápida, en ese instante todo aquello que le rodeaba, comenzó a girar como una peonza a su alrededor dando infinitas vueltas. Se sintió como si estuviera dentro de un tornado. Llegado un momento, todo aquello se detuvo y con un brazo Fincher se apoyó en uno de los abetos para salir de aquel cubículo. Afuera una niña ataviada con un traje de otra época observaba con curiosidad, el desaliñado aspecto de Fincher. Esbozando una sonrisa, comenzó a decirle: —No deberías estar en este sitio, porque mi hermana mayor y otras como ella van a tener aquí y ahora una de sus reuniones. En efecto, a un par de yardas, un grupo mujeres que vestían túnicas blancas dejaban entrever sus esbeltos cuerpos al trasluz de la hoguera. Mientras, adoraban al macho cabrío. Segundos después se acercaron hasta ellos. — ¡Por fin has llegado! —grito una de ellas con alegría— Te necesitamos para realizar nuestra misión.
— No soy quien esperáis —Contestó Fincher dando un salto se metió entre los abetos y desapareció.
Cien años después
Eliana Búfer era una alemana de origen judío. Llegó a Dachau como otros tantos prisioneros. El capitán medico de las SS, Tobías Fuchs la eligió como doncella. Se sentía privilegiada, aunque él la violara cada vez que le apetecía. Cuando las tropas aliadas tomaron el campo de concentración, el militar había desaparecido.
Tras terminar la guerra Eliana se había convertido en Sor Elizabeth. Cierto día, en el convento de Gloucester, les informaron que tenían una rutinaria revisión médica, el doctor que las atendería se llamaba Evans Baker. Sor Elizabeth se quedó petrificada al volver a ver de nuevo aquella sonrisa. Esta vez sin el uniforme de las SS.
Durante el reconocimiento, en la celda de la monja el médico alemán confesó que había leído el diario de Fincher y sabía que la lápida estaba ubicada en el convento. Quería encontrarla, con su poder fundaría un Nuevo Reich, sería el amo del mundo
La amenazó con matarla si no colaboraba. Eliana se aferró a su rosario y comenzó a rezar. Las carcajadas del médico nazi retumbaron en las paredes de piedra. De manera inesperada el hombre se llevó la mano al cuello, la sangre salía a borbotones por su vena aorta, intentó taparse aquella herida con las manos, pero el líquido rojo y viscoso se escurría entre los dedos. Sor Elizabeth semidesnuda al otro lado de la celda, veía como se escapaba la vida del médico a través del crucifijo que ella misma le había clavado en el cuello. Ese violento gesto impropio de una monja, le produjo una sensación de libertad
En la prisión de Cardiff (Inglaterra) en una celda encontraron a la monja muerta, su rostro reflejaba paz. Entre sus manos, llevaba un crucifijo con el cual había librado al mundo de un loco peligroso.
Erik Mole